En el blog seguimos con interés los avances en la segunda carrera
espacial protagonizados por las grandes potencias, tanto en el plano
organizativo, creando nuevas agencias y organismos con competencias en el
espacio, como en la puesta en servicio de avanzados aparatos y naves que consolidan
su posición de supremacía exterior. Como hemos dicho en varias ocasiones, el
resto de países le van a la saga porque no pueden seguir en ritmo de los
avances que están produciendo los Estados Unidos, Rusia y China. La brecha
entre estos y el resto es cada vez es más amplia y solo la Unión Europea en
cooperación con la Agencia Espacial Europea puede disputar determinadas
capacidades, como sucede en el campo del posicionamiento global, pero se trata
de un esfuerzo concertado que requiere la suma de Estados, organizaciones
intergubernamentales y empresas privadas y financiado con fondos europeos.
Ningún Estado por sí mismo puede afrontar el coste de programas de esta
magnitud. Pero, además, entre los primeros, existe una fuerte competencia. Mientras
los Estados Unidos y Rusia colocan en el espacio nuevas constelaciones de satélites
de comunicaciones, de posicionamiento global y de alerta temprana, China
continúa probando avanzadas tecnologías comerciales, pero que tienen evidentes
aplicaciones militares y su esfuerzo se ha centrado en el desarrollo del
Internet de las Cosas (IoT). Como muestra de ello, el 6 de noviembre de
2020 la Agencia Espacial china lanzó un cohete propulsor Larga Marcha-6 desde
el Centro de Lanzamiento de Satélites de Taiyuan, en la provincia nororiental de
Shanxi, que puso en órbita trece satélites espaciales y entre ellos el satélite Star Era-12 o Tianyan-05 desarrollado por la Universidad de Ciencia y Tecnología
Electrónica (UESTC) de China con la finalidad de probar las tecnologías 6G -vídeo del lanzamiento disponible aquí- Además,
según informaron las autoridades chinas el satélite está equipado con un sistema
óptico de detección remota que permite realizar la vigilancia de cualquier evento
desde el espacio. Esto significa que puede seguir tanto desastres naturales en
su propio territorio como bases militares de otros países, puede captar
imágenes y transmitirlas a la Tierra para su estudio o pueden ser difundidas, en
función de sus propios intereses de seguridad nacional. En tiempo de paz
estas actividades están permitidas y no pueden ser frenadas u obstaculizadas
por ningún medio. Pero, en tiempo de guerra, los satélites espaciales -y las
instalaciones terrestres asociadas- serán un objetivo prioritario en un
enfrentamiento entre grandes potencias, porque su destrucción o anulación
significará que no solo los jefes se quedarán sin capacidades de mando y
control, sino que sus barcos y aviones no podrán navegar o volar con seguridad,
que no podrán lanzar sus misiles de precisión y que sus medios terrestres
quedarán inermes frente a la abrumadora capacidad de destrucción desde el aire
que promete la nueva guerra posmoderna. Paradójicamente, aunque el espacio da a
las grandes potencias unas capacidades nunca vista de control de la batalla, la
pérdida de esas capacidades, más si se produce al principio del conflicto,
significará una segura derrota. Por este motivo, es probable que, en algún momento
las grandes potencias espaciales se sienten a negociar un tratado internacional
que prohíba o limite la destrucción de los respectivos sistemas, una suerte de
Tratado ABM de 1972 pero del espacio, en una nueva aplicación de los mecanismos
de concertación entre grandes potencias destinados a garantizar el funcionamiento
de la disuasión. Los Estados Unidos no querrán ni oír hablar de este tipo de acuerdos,
pero una competencia desaforada, unos costes desmesurados y el peligro de la
guerra podrán reconducir las voluntades hacia un nuevo régimen explícito que
garantice la paz y la seguridad del sistema mundial.
Peking
Opera.