En los últimos meses hemos asistido a una serie de
iniciativas político-diplomáticas que han llamado la atención de los medios de
comunicación generalistas, pero que se estaban gestando desde mediados del año
pasado. Después de resolver problemas acuciantes de política interna, el más
importante de todos ellos el techo de gasto y la aprobación del presupuesto
federal, pero también otros como la puesta en marcha de iniciativas tan
polémicas como la reforma del Medicare o las nuevas políticas migratorias, el presidente
Trump ha iniciado una nueva etapa en la política exterior americana, destinada
a resolver problemas y conflictos acuciantes para que los Estados Unidos sigan
liderando el sistema internacional en las próximas décadas. Sin duda, Trump no
es un tipo agradable, ni en sus expresiones ni en sus modos de hacer política;
es una persona directa, de grandes eslóganes, amplia sonrisa y, en ocasiones,
hasta grosero, pero tiene una idea muy clara de lo que quiere para su país,
tanto en política doméstica como exterior, y precisamente para eso le
votaron la mayoría de sus ciudadanos. Los americanos querían una nueva forma de
hacer política, alejada de los estándares de la política tradicional de
Washington, una política dirigida a resolver problemas. Y a pesar de la
oposición del mundo que se autodenomina “intelectual” o “progresista”, los
éxitos del presidente Trump se amontonan y está dando respuesta a demandas de
su electorado, lo que no pueden decir muchos políticos del mundo occidental con
sus formas de hacer política ridículas y encorsetadas. Con su forma de actuar Trump
sabe que gana: gana a las masas que le votan porque le ven como un presidente
que realmente toma decisiones, gana adhesiones entre intelectuales, directivos y
generales porque seduce con sus planteamientos “empresariales” de los asuntos
internacionales basados en el análisis de costes y la eficiencia y se gana a
otros líderes mundiales porque su forma directa “de hacer negocios” no deja
dudas de lo que quieren los Estados Unidos en este momento –característica que
comparte con el presidente Putin-. Sus políticas se basan en adoptar posiciones
de máximos para después entrar en la negociación: a él le corresponde abrir las
vías y son los equipos que ha nombrado los que tiene que negociar y sacar
adelante sus iniciativas. Y lo tienen que hacer de forma rápida y eficiente; los
detalles no son importantes, lo son las grandes decisiones cuando resuelven
problemas. Esto lo podemos ver en los asuntos reciente de Irán, Corea, Rusia
o China. Pero también son reglas que aplica a las relaciones con los aliados
europeos –que no son capaces de comprenderlo porque Trump “va muy rápido” para los
estándares diplomáticos, como se vio recientemente en la celebración de la
Cumbre del G-7 de Canadá y se verá pronto en la próxima reunión del Consejo
Atlántico de julio de 2018- o en las iniciativas para resolver conflictos
enquistados como los de Afganistán (17 años), Irak (15 años) o Siria (7 años).
No podemos perder de vista que el planteamiento del presidente Trump es muy
sencillo: el objetivo es reducir los costes de imponer el poder americano en el
mundo, pero al mismo tiempo no existe duda de que seguirán manteniendo esta
posición, porque es la única que permite que el sistema internacional sea
estable y, en consecuencia, genere desarrollo y prosperidad para todos. Es la
idea cuasi-permanente desde la fundación de la República americana del “Destino
manifiesto”. Cuando Trump habla de su tan denostado –fuera de
los Estados Unidos obviamente- “America First”
lo que está diciendo es que va a aplicar una política realista en los
asuntos internacionales, es decir, una política exterior basada en los intereses
nacionales –una política exterior racional en términos morgenthaunianos-. Y este
planteamiento fundamentado en un “realismo basado en principios, guiado por
nuestros intereses nacionales vitales y enraizado en nuestros valores
intemporales” es la guía de la política exterior americana de la Administración
Trump, plasmada en las Estrategia de Seguridad Nacional y de Defensa aprobadas
en diciembre de 2017 y enero de 2018 respectivamente -se pueden consultar en la entrada LA NUEVA ESTRATEGIA DE SEGURIDAD NACIONAL Y LA POSTURA NUCLEAR DE LOS ESTADOS UNIDOS de febrero de 2018-. Por tanto, parece que los Estados Unidos van
a implantar una auténtica política realista orientada a alcanzar un verdadero nuevo
equilibrio del sistema mundial. Esto
se debe a que ha aparecido de nuevo un realismo cuyo origen está en la política
exterior de la Rusia de Putin. El presidente
ruso ha asentado en los últimos años un esbozo de descompensación del
equilibrio mundial, al que ha dado en llamarse "Nueva Guerra Fría",
por el que ha demostrado que el uso “diplomático" de la fuerza para
solucionar conflictos o controlar territorios en manos del terrorismo, la
firmeza en su declaración del nacionalismo ruso o la posibilidad no lejana de
un nuevo conflicto a escala mundial, no son meras palabras o declaraciones
vacías, sino que hay que tomárselo en serio: "tienen ustedes que tomarme
en serio", dice Putin cuando se dirige al mundo en general y especialmente
a la Alianza Atlántica. Analicemos los casos que adelantamos antes. Irán
recuperó una nueva relación con el Bloque Occidental tras la firma con el grupo denominado
G5+1 del Acuerdo Nuclear el 15 de julio de 2015 por que el que se establecieron
controles estrictos al programa nuclear iraní –que siempre había declarado que
era exclusivamente de orden civil- y a cambio el régimen de Teherán consiguió
rebajar de forma sustancial la presión política internacional a la que estaba
sometido, obtuvo una reducción progresiva hasta su anulación de las sanciones
impuestas por el Consejo de Seguridad, lo que le permitía volver a los mercados
bancarios, financieros y de divisas internacionales, y la vuelta al mercado
petrolero mundial sin restricciones. Pero en el período 2015-2018 Irán se ha
implicado en dos conflictos donde se juegan directa o indirectamente los
intereses occidentales: los de Siria y Yemen. Además, los Estados Unidos nunca
quedaron satisfechos con un acuerdo que permite a Irán continuar con el
enriquecimiento de uranio y que no incluyó todo lo relacionado con el programa
de misiles balísticos que es la principal preocupación de Israel. Y las conexiones entre Irán y Corea del Norte en
este asunto son de sobra conocidas. La impúdica negativa europea a renegociar
un nuevo acuerdo determinó la decisión del presidente Trump de abandonar el
Acuerdo Nuclear –que había calificado de “mal-acuerdo” poco después de su toma
de posesión- y, lo más importante, aprobar un nuevo régimen de sanciones
económicas y financieras contra Irán el 8 de mayo de 2018 con efectos
extraterritoriales. Ahora todos, los Estados europeos firmantes, incluidos Rusia y China,
pero también India o Japón abogan por mantener la vigencia del Acuerdo pero
nadie quiere las sanciones, el primero de todos Irán. Por tanto, se ha abierto
una nueva etapa en las relaciones con Irán: muy probablemente seguirá en vigor
en Acuerdo Nuclear de 2015 entre los Estados firmantes menos los Estados Unidos
y se negociará un nuevo acuerdo, que perfectamente puede ser de tipo político,
por el que se establecerán restricciones y compromisos en tecnología misilística
a Irán –recientemente se han dado declaraciones de dirigentes de Teherán en
este sentido y la visita del presidente Rohaní a Viena a primeros de julio dará
las pautas para seguir este asunto-. Precisamente Corea del Norte es el segundo
asunto donde el presidente Trump ha buscado una resolución inmediata de un
contencioso que sabe perfectamente que beneficia a ambas partes. Los Estados
Unidos no están dispuestos a seguir pagando la seguridad de Corea del Sur. La
presencia de 28.500 militares americanos, las bases, los equipos de combate de
todo tipo, incluida una poderosa fuerza aérea y sus armas nucleares, son insostenibles
para el presupuesto de defensa americano. Hay que tener en cuenta que Seúl ya
paga el cincuenta por ciento de esa factura. Con este planteamiento el
presidente Trump se dirigió a los presidentes de las dos Coreas para preparar
un acercamiento previo, que explicase y justificase el cambio de postura de los
Estados Unidos respecto a Corea del Norte. Los gestos de buena voluntad, las
declaraciones amenazantes y contradictorias de representantes de uno y otro
país e incluso la cancelación anunciada por la Casa Blanca el 24 de mayo de
2018, no impidieron la celebración de la histórica Cumbre de Singapur el 12 de junio de 2018, donde de
nuevo el presidente Trump demostró dos cosas: primero, que tiene voluntad para
resolver los problemas y, segundo, que lo va a hacer. De nuevo, los frutos los
estamos viendo: el régimen norcoreano anunció previamente la destrucción de
determinadas instalaciones del centro de pruebas nucleares de Punggye-ri y a
finales de junio de 2018 el mismo presidente Trump reconoció que Pyongyang ya había
destruido cuatro instalaciones nucleares y de misiles. En los
próximos meses se negociarán los términos de un acuerdo de desarme y
desnuclearización para la península de Corea que requerirá un largo período de
implementación. Washington reducirá progresivamente el régimen de sanciones y
también retirará las armas nucleares y una parte sustancial de sus tropas de la
península, pues con el conflicto de Corea resuelto definitivamente, no
necesitará mantener dicha presencia, teniendo a pocos cientos de kilómetros el gigantesco
portaviones fijo que representa el territorio japonés, donde actualmente están asentados
más de 50.000 soldados americanos, incluido un grupo de ataque de portaviones
de la Armada americana, el verdadero guardián de los mares de la China. Frente a las fantásticas declaraciones de cómo Beijing ha
manejado el conflicto de Corea, nos quedamos con la solución más sencilla: es
el propio Kim Jong-un quien sabe que su régimen no puede mantenerse en el
tiempo basado única y exclusivamente en el militarismo; su propia supervivencia
personal depende de que ponga fin definitivamente al programa nuclear. Y esto no es
que tenga que suponerlo, sino que se lo han recordado varios dirigentes de la
política exterior americana, como por ejemplo el secretario de Estado Michael Pompeo
o asesor de seguridad nacional John Bolton, recordando el caso libio. Que el
presidente Trump saliera a decir públicamente que en el caso de Corea del Norte
no se barajaba esa posibilidad pone de manifiesto la certeza de la hipótesis. Y
Corea del Sur ve más próxima una eventual reunificación de la península, que
suma en el Bloque Occidental lo que es importantísimo en términos estratégicos
para Japón, tanto en la relación con una Corea unificada como con China. Las
consecuencias de un cambio político decisivo en la península coreana para China
requieren de un seguimiento a largo plazo y está ligado inevitablemente a la
presión que impongan los Estados Unidos a la relación bilateral: el presidente
Trump sabe que su estilo de hacer política choca frontalmente con la estrategia
diplomática china de no enfrentamiento, de modo que es con China con la que sus
posiciones de máximos tendrán más éxito; el caso de Corea es el mejor ejemplo
hasta ahora. Y llegamos a Rusia, el auténtico “objeto del deseo” de los
opositores de Trump. Sus adversarios y enemigos políticos no han dudado en
buscarle conexiones, lazos y relaciones con la Rusia de Putin, lo que para los
“intelectuales” y “progresistas” que pueblan la política americana es un
auténtico anatema. El
presidente Trump ha comprendido lo que Putin lleva años diciendo, y lo que podemos
considerar es el mayor escollo en las relaciones mutuas: la ausencia de una
diplomacia ad hoc exclusivamente
dedicada a Rusia. Con la posibilidad –cosa que un realista vería como lógica-
de reconocer la soberanía rusa sobre Crimea y de firmar los tratados desarme
nuclear que fuesen necesarios se produciría un gigantesco avance hacia el equilibrio
del sistema mundial. Si fuese así, dejaría de existir el desequilibrio actual
favorable a Rusia en materia política y militar y se llegaría a la cumbre de
las Relaciones Internacionales: como el realismo es el único paradigma capaz de
mantener la estabilidad sistémica aplicando con rigor las reglas clásicas, el fundamento
del poder es el equilibrio de las fuerzas, la moralidad es la ética de la
fuerza y sus resultados son los que las partes desean, esto es, el
mantenimiento de la coexistencia porque conocen la absoluta necesidad de la
supervivencia. Por eso, el presidente Trump ha dejado correr el
tiempo y, en medio, Putin ha renovado en marzo de 2018 su mandato presidencial por otros seis
años. Esto se vio ya en la Cumbre del G-7 de 9-10 de junio de
2018 cuando Trump expuso a los dirigentes del Bloque Occidental la conveniencia de
recuperar las relaciones con Rusia: significativamente su vuelta al G-8 y el
levantamiento de las sanciones económicas, comerciales y financieras impuestas
desde la primavera de 2014 como consecuencia de la implicación rusa en el
conflicto ucraniano. Los aliados occidentales se escandalizaron; hemos visto
las fotos del (des)encuentro, pero al final nadie pone soluciones sobre la
mesa. Y el presidente Trump lo sabe. Por eso envió al asesor de Seguridad
Nacional, John Bolton, a Moscú el 27 de junio de 2018 para cerrar directamente
con el presidente Putin la primera cumbre bilateral que tendrá lugar en
Helsinki el 16 de julio de 2018. Ambas partes han anunciado la relevancia de
esta reunión y que esperan “decisiones importantes”. Y el presidente Trump ya ha
anunciado que no descarta aceptar la soberanía rusa en Crimea, lo que nosotros
ya consideramos como solución al conflicto ucraniano en “Ucrania: ¿un nuevo problema sin solución para el mundo?” en agosto de 2017. Veremos los resultados que dan la Cumbre de la
Alianza Atlántica del 11-12 de julio de 2018 y el posterior encuentro de los dirigentes de las dos grandes
potencias nucleares.
“Tvá hezká slova mě naplňují radostí.”