El 28 de junio de 2019 los presidentes de los
Estados Unidos, Donald Trump, y de Rusia, Vladimir Putin, se reunieron en Osaka
–donde se estaba celebrando la enésima cumbre del grupo de las economías más
desarrolladas, y algunas de las más vistosas, que conocemos como G-20- para
tratar de concertarse en la resolución de los principales asuntos
internacionales. Putin y Trump hablaron de los conflictos de Siria y Ucrania,
de la crisis política de Venezuela, de la disputa de los Estados Unidos con Irán
por el programa nuclear, de estabilidad estratégica y desarme nuclear y de negociaciones
comerciales bilaterales. El fantasma de las sanciones comerciales occidentales
contra Rusia por la anexión de Crimea y la intervención en la guerra en el
Donbass planeó durante la reunión pero la parte rusa no le dio más importancia;
Putin enfatizó que “si hay interés, responderemos fácilmente de la misma manera
y haremos todo los posible para mejorar la situación”. Recordemos que el
presidente Trump acudió a la cumbre del G-7 –este grupo reúne a los
occidentales grandes de verdad- de Quebec de junio de 2018 con la idea de
plantear a los aliados occidentales el reconocimiento de la anexión de Crimea.
El resultado inevitable de este acontecimiento con una Rusia que conduce su
política exterior conforme a los principios estrictos de la política de poder sería
la resolución del conflicto en Ucrania oriental y el levantamiento de las
sanciones comerciales vigentes desde la primavera de 2014. Pero, tanto la fuerte
oposición política interna, incluida la de amplios sectores del establishment de Washington, como la de
los aliados europeos –“los valores deben primar”, dirían algunos-, impidió
sacar adelante este plan.
Por eso, el presidente Trump salió a la carrera hacia Singapur para encontrarse con su “amigo” Kim Jong-un. Y es comprensible: los aliados occidentales en Asia-Pacífico muestran otro talante hacia las iniciativas políticas del presidente Trump, ansiosos de seguridad y de garantías frente a una China que marcha sin freno hacia el choque por la hegemonía. Los Estados Unidos lideran el Bloque occidental sin discusión –Europa continúa ausente de los grandes asuntos internacionales en un mundo de grandes potencias, como seguiremos viendo en los próximos meses si Alemania no lo remedia- y Rusia mantiene su estatuto de gran potencia político-militar que defiende su influencia preferente en el denominado “extranjero cercano”, pero que no disputa la hegemonía global americana. Entonces es fundamental concentrase en solucionar las relaciones mutuas porque a largo plazo el máximo oponente y adversario decisivo será China. Y como la historia indica –es una regla del sistema internacional- las grandes potencias resuelven de forma definitiva sus disputas por la hegemonía con una guerra –el final de la Guerra Fría es la excepción que confirma esta aseveración-. Y en esa guerra Rusia debe sumar en el lado occidental. La decisión de emprender una guerra por la hegemonía no se puede permitir la indeterminación política de un potencial amigo que podría engrosar las filas del oponente; en este sentido, es preciso recordar el inesperado y sorprendente pacto Ribbentrop-Molotov de 23 de agosto de 1939 que cambió la historia. Por ello, es muy importante la noticia anunciada posteriormente de que ambos presidentes dieron instrucciones a sus respectivos ministros de Asuntos Exteriores para que comiencen a entablar consultas sobre la renovación del Nuevo Tratado START, el único tratado internacional entre los Estados Unidos y Rusia que limita las armas nucleares. Del Tratado INF ya no habla ninguno de los dos, porque no les interesa mantenerlo en vigor, como hemos argumentado en varios lugares; solo la Alianza Atlántica sigue insistiendo en que “Rusia tiene toda la responsabilidad”, como si este fuera un asunto prioritario de seguridad para los Estados Unidos, lo que pone de manifiesto, de nuevo, que los dirigentes europeos siguen sin enterarse dónde se juegan los principales asuntos mundiales. Porque el mundo parece inevitablemente abocado a la guerra.
Por eso, el presidente Trump salió a la carrera hacia Singapur para encontrarse con su “amigo” Kim Jong-un. Y es comprensible: los aliados occidentales en Asia-Pacífico muestran otro talante hacia las iniciativas políticas del presidente Trump, ansiosos de seguridad y de garantías frente a una China que marcha sin freno hacia el choque por la hegemonía. Los Estados Unidos lideran el Bloque occidental sin discusión –Europa continúa ausente de los grandes asuntos internacionales en un mundo de grandes potencias, como seguiremos viendo en los próximos meses si Alemania no lo remedia- y Rusia mantiene su estatuto de gran potencia político-militar que defiende su influencia preferente en el denominado “extranjero cercano”, pero que no disputa la hegemonía global americana. Entonces es fundamental concentrase en solucionar las relaciones mutuas porque a largo plazo el máximo oponente y adversario decisivo será China. Y como la historia indica –es una regla del sistema internacional- las grandes potencias resuelven de forma definitiva sus disputas por la hegemonía con una guerra –el final de la Guerra Fría es la excepción que confirma esta aseveración-. Y en esa guerra Rusia debe sumar en el lado occidental. La decisión de emprender una guerra por la hegemonía no se puede permitir la indeterminación política de un potencial amigo que podría engrosar las filas del oponente; en este sentido, es preciso recordar el inesperado y sorprendente pacto Ribbentrop-Molotov de 23 de agosto de 1939 que cambió la historia. Por ello, es muy importante la noticia anunciada posteriormente de que ambos presidentes dieron instrucciones a sus respectivos ministros de Asuntos Exteriores para que comiencen a entablar consultas sobre la renovación del Nuevo Tratado START, el único tratado internacional entre los Estados Unidos y Rusia que limita las armas nucleares. Del Tratado INF ya no habla ninguno de los dos, porque no les interesa mantenerlo en vigor, como hemos argumentado en varios lugares; solo la Alianza Atlántica sigue insistiendo en que “Rusia tiene toda la responsabilidad”, como si este fuera un asunto prioritario de seguridad para los Estados Unidos, lo que pone de manifiesto, de nuevo, que los dirigentes europeos siguen sin enterarse dónde se juegan los principales asuntos mundiales. Porque el mundo parece inevitablemente abocado a la guerra.