LA STARSHIP DE SPACEX, EL FUTURO DE LA HUMANIDAD Y LA DESCONEXIÓN DE LOS DIRIGENTES POLÍTICOS CON LA REALIDAD

Mientras el mundo se ve zarandeado por guerras, pandemias y terrorismos de orden ideológico y violento, algunos visionarios siguen creando un futuro para un mundo mejor. Parece que esta actividad debería demandarse de los dirigentes políticos, a los que, singularmente en los regímenes democráticos, la ciudadanía designa para llevar a cabo grandes proyectos nacionales, avanzar en el desarrollo económico y social y, en definitiva, crear un mundo mejor. Pero no, no es así. Son grandes empresarios visionarios, hechos a sí mismos -como casi todos los empresarios del mundo libre- los que han tomado el testigo de este deber propio de los servidores públicos. Y con su inteligencia, su capacidad de trabajo y de organización generan ideas y crean empresas que hacen avanzar a las sociedades, incluso a pesar de los obstáculos que les ponen los políticos en sus acciones. Entonces, la pregunta es: ¿Qué hacen estos políticos de los nuevos tiempos? Salvo excepciones, ahora no hay líderes políticos, como ocurrió en épocas pasadas tanto en Europa y en los Estados Unidos. Pensemos en la etapa de la Guerra Fría durante la pugna ideológica con la Unión Soviética o en la época de la reunificación alemana, solo posible gracias a la coincidencia de unos dirigentes con voluntad clara de resolver los problemas y crear un futuro mejor para sus países y sus ciudadanos. Los dirigentes políticos de ahora ningunean la realidad, pretenden cambiar el mundo con discursos felices, pero no conocen -porque no les interesa- la realidad que pretenden ordenar, defienden intereses que son desconocidos para el público general y con el que solo son capaces de conectar con “verdades emocionales”, en las que enfrentan a buenos y malos salidos de una realidad virtual paralela, no del mundo que les toca organizar. Su accionar político es caótico y caen rápidamente en el descrédito por sus propias acciones. Y esto es especialmente grave en el caso de los “testigos silenciosos” con sus políticas de seguidismo del poder hegemónico. El problema se plantea cuando llegan las crisis -conflictos, pandemias, revoluciones o guerras-. ¿Podemos esperar que den soluciones eficaces cuando viven en una burbuja aislados de sus sociedades? Miremos y admiremos los logros de los que tienen objetivos claros, que saben dónde deben actuar y persiguen sus sueños, porque en ellos está el futuro de la humanidad.  

“Starships”.

TREINTA AÑOS DEL FALLIDO “GOLPE DE ESTADO” EN LA UNIÓN SOVIÉTICA: VUELTA A LA CASILLA DE SALIDA

El 19 de agosto de 1991 un denominado Comité para el Estado de Excepción apartó al presidente Mijaíl Gorbachov del poder y proclamó el estado de emergencia en todo el país. El Comité estaba formado por los funcionarios de mayor confianza de Gorbachov, entre otros el vicepresidente Gennady Yanaev, el primer ministro Valentín Pavlov y el director del KGB, Vladimir Kryuchkov. El objetivo estaba bastante claro: evitar la desintegración del país que provocaría sin nigún género de dudas la firma del Tratado de la Unión al día siguiente, tratado por el que nueve repúblicas de la Unión Soviética creaban una unión confederal con Gorbachov como presidente, pero donde las repúblicas actuarían como Estados soberanos, precisamente lo que ocurrió escasamente cuatro meses después. El golpe fracasó más por la indecisión de los golpistas de llevarlo hasta sus últimas consecuencias, como suele ocurrir en este tipo de actuaciones, que por la mitificada resistencia de Boris Yeltsin en Moscú o la oposición silenciosa de Gorbachov en su encierro forzado de Foros, en Crimea. Precisamente, el papel del presidente de la Unión Soviética en esos acontecimientos continúa siendo contradictorio y las investigaciones posteriores revelan que conocía la preparación del golpe, que había sido advertido por los propios servicios de seguridad del Estado (el poderoso KGB) y que, incluso, los miembros del Comité para el Estado de Excepción convertido en junta golpista le consultaron las medidas que iban a adoptar con la finalidad de conocer su disposición a sumarse al mismo o, en su caso, proceder a su neutralización, que en ningún caso implicaba su eliminación física -en este punto véase la obra de cabecera de esta entrada, de Boris Cimorra: La caída del imperio soviético (2021), con información en muchos puntos inédita hasta ahora-. El fracaso del golpe de Estado el 22 de agosto de 1991 determinó varias cuestiones fundamentales para el futuro del país: el primero, y quizás, más importante, la inviabilidad de un Tratado de Unión entre las repúblicas soviéticas, cuyas élites ante la desintegración de las estructuras del Estado soviético, ya solo aspiraban a conservar su cuota de poder en el territorio de cada una de ellas; segundo, la emergencia internacional de Yeltsin como defensor de la democracia en una nueva Rusia, desprovista del manto imperial de la Unión Soviética; y, tercero, la dilución de la figura de Gorbachov como “padre” de una nueva Gran Rusia democrática, por aparecer demasiado próximo a las tesis de los golpistas en el mantenimiento a toda costa de la Unión Soviética y su desconocimiento de la realidad política que se había creado en las nuevas repúblicas soberanas escasamente cinco años después de su llegada a la secretaría general del PCUS en marzo de 1985. El resultado final es de todos conocido: un pacto entre los dirigentes de la Federación de Rusia, Ucrania y Bielorrusia dejó sin efectividad los poderes de los órganos centrales de la Unión Soviética y, finalmente el 25 de diciembre de 1991, la destitución de Gorbachov como presidente, la desintegración del país y la emergencia de quince nuevos Estados independientes arrastrando muchos de ellos graves conflictos internos e internacionales, algunos de los cuales han llegado hasta la actualidad -los denominados “conflictos congelados”-. Por su parte, Rusia heredó la personalidad jurídica internacional de la Unión Soviética, su condición de miembro permanente del Consejo de Seguridad y su gigantesco arsenal de armas nucleares -las armas nucleares solo pudieron ser concentradas pocos años después y gracias a un acuerdo con las repúblicas de Ucrania, Bielorrusia y Kazajistán auspiciado por los Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña impulsado por el miedo a la proliferación-. El imperio soviético se extinguió definitivamente y con él despareció una de las partes fundamentales del sistema internacional, dando paso a una etapa de hegemonía imperfecta bajo la égida de los Estados Unidos. ¿Esto fue bueno o fue malo? Putin ha declarado en varias ocasiones que fue el mayor desastre geopolítico del siglo XX, lo que mirando ese siglo es, quizás, decir mucho. Pero no cabe duda que su desaparición permitió una nueva etapa de expansión del capitalismo impulsada por liberalismo económico y las tecnologías asociadas a la sociedad de la información que se dio en llamar “globalización” con todo lo que ha traído aparejado. Sin embargo, treinta años después nos encontramos en una nueva etapa de pugna entre grandes potencias: los Estados Unidos poseen el poder estratégico, la capacidad de crear reglas y el poder militar para imponerlas, pero no lo pueden hacer siempre y en todos los lugares, como ocurrió en los años noventa bajo la presidencia de Clinton -la aparatosa retirada de Afganistán de estos días lo demuestra-. La China comunista es la gran potencia emergente, que cumple ejemplarmente los postulados fundamentales de una potencia revolucionaria enunciados por Hans Morgenthau hace más de siete décadas (La Lucha por el poder y la paz, 1948), aspira a cambiar las reglas del sistema e inevitablemente chocará con los Estados Unidos por el poder y la hegemonía global. Otras potencias, como la poderosa Rusia en términos militares, la industriosa India o las esperanzadoras Brasil, Indonesia o Sudáfrica observan el gran juego de poder global, se mueven cada vez con mayor cautela y buscan aquellos espacios en los que alcanzar sus intereses nacionales sin llegar a colisionar con los de los Estados o China. En este punto Rusia es el ejemplo paradigmático con sus acciones e intervenciones en el Ártico, Oriente Medio o África. A todas luces se trata de un sistema inestable que requiere de la aplicación de los principios básicos de la política de poder, como afirmó el presidente Trump en la Estrategia de Seguridad Nacional que firmó el 18 de diciembre de 2017 para unos Estados Unidos en una etapa internacional compleja que demandará, cada vez más, el uso de la diplomacia, la coerción y la fuerza militar -en LA NUEVA ESTRATEGIA DE SEGURIDAD NACIONAL Y LA POSTURA NUCLEAR DE LOS ESTADOS UNIDOS, de febrero de 2018-. Por tanto, treinta años después de los cuatro días que sumieron al mundo en la incertidumbre (19-22 de agosto de 2021) nos encontramos en la casilla de salida: dos grandes potencias enfrentadas por el poder y la influencia global. El resultado final, como hemos dicho en varias ocasiones, parece claro: un enfrentamiento decisivo entre ambas que determinará un nuevo régimen internacional, es decir, nuevas normas, reglas y procedimientos de adopción de decisiones que regularán una nueva etapa del sistema internacional globalizado. 

"Deseos de cosas imposibles".