LAS DEMOCRACIAS SON PACIFICAS, PERO SOLO ENTRE ELLAS

La implicación de las grandes potencias occidentales en los conflictos bélicos más recientes de Libia (2011), Malí (2013) y Siria (2013) para mantener sus intereses estratégicos ha puesto de nuevo sobre la mesa un debate académico que data del final de la Primera Guerra Mundial: ¿son más pacíficas las democracias que otros regímenes políticos? Kenneth Waltz escribió en 1979 que “los Estados de poder supremo tienen que usar la fuerza con cada vez menos frecuencia. El poder mantiene el poder y el uso de la fuerza es siempre la destrucción del poder. Cuanto más ordenada es una sociedad, y más competente es su gobierno, tanta menos fuerza deben emplear sus fuerzas policiales.” (Theory of International Relations; se cita por la trad. al español Teoría de la política internacional. Grupo Editor Latinoamericano. Buenos Aires, 1988, p. 272). En la sociedad internacional globalizada esta regla mantiene su validez. Como enfatizo en mi libro más reciente (Elementos para una teoría de la política exterior. Tirant lo Blanch. Valencia, 2012, pp. 160-162):

Se puede afirmar, pues, sin temor a equivocarse que la fuerza se usa y se continuará usando en la sociedad internacional porque los estadistas consideran la amenaza o su uso una herramienta efectiva para alcanzar los fines y objetivos nacionales. De hecho, los últimos acontecimientos internacionales han alentado un sentimiento favorable en la opinión pública al empleo de la violencia extrema como instrumento legítimo de la política exterior. Esto se conforma con el enfoque del realismo político: los Estados deben luchar cuando sea necesario para conseguir el interés nacional y, supuestamente, el modelo de organización política interna tendrá escasa influencia. Sin embargo, para los transnacionalistas, las democracias son inherentemente pacíficas o, por lo menos, más que los Estados dotados con otros regímenes políticos. Claro que las concepciones marxistas veían a las democracias capitalistas agresivas por definición y argumentaban que los Estados socialistas eran más pacíficos que los otros. Numerosos estudios en diferentes países no han encontrado una relación consistente entre la frecuencia del estallido de conflictos internacionales y el que los sistemas políticos de los Estados beligerantes fueran democráticos o no, lo que pone de manifiesto que la teoría del belicismo de los gobiernos autoritarios no se sostiene. De hecho, las democracias no han demostrado ser más pacíficas en general, y, además, la experiencia de la Segunda Guerra Mundial afirmó el principio de la voluntad de las potencias democráticas en la victoria incondicional dando primacía a los objetivos militares en detrimento de los políticos. Moller dice que la tesis simplista de que las democracias son pacíficas «no resiste un estudio más profundo», pero la de que «las democracias no emprenden guerras de agresión contra otras democracias» parece tener buenos fundamentos. Russett demuestra que si se toman pares de Estados, entonces las democracias son más pacíficas entre sí, y por eso formula la regla «la paz entre las democracias deriva en parte de una restricción cultural al conflicto», primariamente de la creencia de que sería moralmente negativo luchar contra otra democracia. Conforme a esto parece que el sistema constitucional o el régimen político sí que tendrían su influencia cuando se tratase de pares de democracias, no en ningún otro caso. Hay autores que añaden el requisito de un alto nivel de desarrollo económico y, por tanto, de interdependencia para considerar a los Estados democráticos más pacíficos que el resto. De esta regla deben excluirse las grandes potencias y las potencias hegemónicas, más inclinadas al empleo de la amenaza y la fuerza para aplicar su voluntad, lograr sus objetivos o impedir su consecución por otros. Como hemos dicho, los Estados Unidos se han enfrascado en guerras regionales y conflictos localizados bajo el enunciado de salvar al mundo para la democracia, de forma que han llevado innumerables sufrimientos a otros pueblos y la destrucción política y material de Estados sin conseguir los objetivos planteados. Como denunció Kennan, la introducción de principios ideológicos o morales en la política exterior lleva a los Estados a buscar objetivos nacionales ilimitados, a elegir la guerra total y a imponer la rendición incondicional a los adversarios derrotados.

Para este debate véase: Doyle, M.: «Liberalism and World Politics», American Political Science Review núm. 4, 1986, pp. 1151-1169; Huntington, S.: La tercera ola. La democratización a finales del siglo XX. Paidós. Barcelona, 1994 (trad. de The Third Wave. Democratization in the late twentieth century. University of Oklahoma. Norman, 1991); Kennan, G.: American Diplomacy, 1900-1950. University of Chicago Press. Chicago, 1951, en especial pp. 91-103; Moller, B.: «Conceptos sobre seguridad: nuevos riesgos y desafíos», Desarrollo Económico núm. 143, 1996, pp. 769-791; Mueller, J.: Retreat from doomsday: The obsolescence of Major Wars. Nueva York, 1989; Rosecrance, R.: La expansión del Estado comercial. Comercio y conquista en el mundo moderno. Alianza Ed. Madrid, 1987 (trad. de The rise of the trading State. Commerce and conquest in the modern world. Basic Books. Nueva York, 1986); Russett, B.: «Peace between participatory polities: A cross-cultural test to the “Democracies rarely fight each other” hypothesis», World Politics núm. 44, 1992, pp. 573-599; del mismo: Grasping the democratic peace. Princeton University Press. Princeton, 1993; Starr, H.: «Democracy and War: Choice and security communities», Journal of Peace Research núm. 2, 1992, pp. 207-213; Vecino, M. A.: «¿Son pacíficas las democracias? Un debate de nuestro tiempo», Política Exterior núm. 71, 1999, pp. 133-139; Weart, S.: Never at war. Why democracies will not fight one another. Yale University Press. New Haven, 1998.

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