TRAGEDIA GRIEGA 3: LA HEGEMONÍA ALEMANA EN EUROPA

El debate sobre la hegemonía alemana en Europa es uno de los grandes asuntos de la integración europea. Desde la refundación en 1949 los pilares de la política exterior alemana han sido el europeísmo, concretado en el proceso de integración en la Unión Europea, y el atlantismo, en su doble vertiente de relación especial con los Estados Unidos y de pertenencia a la Alianza Atlántica. De hecho, pocos Estados han mostrado un fervor multilateralista mayor en sendas organizaciones intergubernamentales. Desde 1950 lideró con Francia la creación de las instituciones comunitarias europeas y, al mismo tiempo, fue un aliado sólido en la Alianza Atlántica durante la Guerra Fría. Pero, precisamente la desaparición de la Unión Soviética precipitó un nuevo papel de Alemania en el continente. La retirada de Rusia a sus fronteras interiores significó la vuelta de Alemania a la Europa Central para ejercer el liderazgo que siempre tuvo en Mitteleuropa. Con el apoyo de los Estados Unidos los nuevos Estados independientes del anterior bloque soviético pasaron a integrarse en la Alianza militar occidental y, poco después, en la UE. Fue un proceso imparable que servía a los intereses de los Estados Unidos como potencia hegemónica europea, pues pasó a actuar en el continente de forma interpuesta por la nueva potencia: Alemania. Para Berlín significó recuperar su espacio de influencia tradicional y la superación de los acontecimientos históricos derivados de la implacable derrota en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, hubo que superar los miedos europeos iniciales a la reunificación política alemana, esencialmente de británicos y franceses, lo que se consiguió a cambio de sacar adelante las ampliaciones de la Alianza y la UE a los nuevos Estados europeos -de nuevo por aplicación de la política del equilibrio de poder-. Durante veinte años la relación de poder se mantuvo estable porque los Estados Unidos ejercían una hegemonía “suave” en Europa y todos los miembros de la UE y de la Alianza aceptaban la presencia americana como la mejor garantía para su seguridad.
Pero, como sabemos, las partes del sistema cambiaron cuando los Estados Unidos decidieron centrarse en la región del Pacífico, su área de expansión natural, y esto significó la emergencia inesperada de Alemania en Europa. Los Estados Unidos alcanzaron un acuerdo general sobre el funcionamiento del sistema con Rusia en abril de 2010, en una suerte de Tratado de Yalta II, de modo que ambas potencias actúan como co-garantes de la estabilidad global. Como consecuencia de este acuerdo general, Alemania pasó a ejercer como potencia hegemónica en Europa en calidad de agente interpuesto de los Estados Unidos. Este cambio es natural al funcionamiento del sistema general, sirve a los intereses de los Estados Unidos y es aceptado por Rusia. Por tanto, la Unión Política Europea debe responder a los intereses de seguridad de tres potencias: los Estados Unidos, Rusia y Alemania. Pero este nuevo régimen de seguridad se dio en un contexto de crisis económica y financiera que puso a Alemania en una posición más visible de lo que ella misma y las otras dos potencias querían, porque de lo que se trataba es de que Alemania ejerciera el poder de forma benévola en el continente europeo.
Desde 2010 la canciller Merkel y otros dirigentes alemanes no dejan de afirmar que el euro forma parte de la integración europea, que de ninguna manera se iba a dejar caer el euro y que, incluso, el gobierno alemán tiene el “deber histórico” de apoyar el euro porque forma parte del éxito económico de Alemania. En el Foro económico de Davos de enero de 2011 Merkel declaró que la existencia de Europa va ligada de forma indisoluble al euro. Posteriormente, en declaraciones oficiales ha reiterado que el euro y la pertenencia a la Eurozona forman parte del interés nacional de Alemania, y que no retrocedería un solo paso en la integración monetaria y que el objetivo prioritario era “reducir la deuda y mejorar la competitividad”. Para ello, afirmó en noviembre de 2011, que se debía avanzar hacia “una reforma de los Tratados” que implicará la cesión de más competencias a las Instituciones comunes -que no comunitarias- decisiones para una cooperación reforzada avanzada entre los Estados miembros de la Eurozona, todo ello como “paso definitivo hacia una nueva Europa”. En plena crisis de la deuda soberana de los Estados europeos, el Ministro de Finanzas alemán Schäuble afirmó que en diez años se habría realizado una completa integración política de la Eurozona. Por ello, Merkel enfatizó la idea de que “la solución es política”, no meramente económica o financiera. Ahora bien, la solidaridad de Alemania “está vinculada a unas condiciones concretas” que deben ser cumplidas por las autoridades nacionales y “cuanto antes se haga menor coste habrá para los contribuyentes”. Por este motivo se ha opuesto con vehemencia a la reestructuración de la deuda griega, como también lo hicieron el Bundesbank y el BCE, y ello a pesar de las indecisiones de la Francia de Hollande. Llegados a este punto es interesante destacar cómo Gran Bretaña ha sido excluida sistemáticamente de decisiones políticas que implican un cambio estratégico complejo en el continente y, a su vez, carece de recursos e influencia para presionar a otros socios en la petición de medidas de excepción y derecho de veto de las que nadie le ha pedido opinión. En definitiva, lo que ha ocurrido es que la crisis griega ha mostrado de forma patente que Alemania es quien dicta las reglas del régimen de la Eurozona, que se inserta como una estructura de cooperación reforzada en el ámbito de la UE, pero que funciona como una organización independiente, y avanza en los planes de dar forma al proyecto de Unión Política Europea. Sin embargo, para ser una potencia sistémica Alemania necesita de un poder militar que no tiene y que, en la voluntad de los dirigentes alemanes actuales, está lejos de tener.

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