Occidente se centró durante las dos últimas décadas en la promoción de los valores de la globalización, el posmodernismo y el globalismo, conforme a los postulados de El fin de la historia enunciados por Fukuyama en 1991. Este proceso, una vez desencadenado, no iba a tener límites y llevaría la democracia, los derechos humanos y el libre mercado a todos los rincones del mundo. Pocos dudaron a este lado del antiguo Telón de Acero de que la Humanidad había iniciado una senda de progreso indefinido. Los líderes occidentales -que los hubo, y ahora solo son dirigentes políticos-, nunca pensaron que pudiese surgir oposición a estos valores porque se basaban en el principio esencialísimo de la libertad, el valor fundamental y más importante de la esencia humana -adjetivado como individual, de propiedad, de empresa o de mercado, entre otros-. Sin embargo, además del conjunto de países que se agrupan en el Bloque Occidental, existen otros construidos sobre antiguas civilizaciones e imperios que se fundan en valores y principios diferentes e incluso divergentes respecto de los que sostiene la que podemos denominar, con simplificación, ideología occidental. Estos van desde China a Irán, pasando por Rusia o Turquía. Todo este conjunto heterogéneo de poderes regionales fue analizado y bien entendido por Huntington en El choque de las civilizaciones (1996) una de las mejores y más premonitorias obras de la literaria científico política de la primera década de la Guerra Fría. En todo caso, el mejor análisis, pero que no llegó a tener la difusión y preeminencia de los anteriores entre los distintos grupos de influencia de la política exterior americana fue el de Brzezinski El gran tablero mundial. La supremacía americana y sus imperativos geoestratégicos (1997), basado en los postulados del realismo político, que muchos consideraron que había perdido su primacía intelectual, desconociendo las apelaciones a la “potencia unipolar” de Krauthammer (1991) o la “nación indispensable” de Albright (1993) para referirse a la nueva hegemonía americana en el sistema internacional. Sin embargo, los acontecimientos subsiguientes se desarrollaron de varias formas no previstas: la expansión de una nueva ideología genocida basada en el islamismo radical que llevó en volandas al mundo a una década de Guerra Global contra el Terrorismo; la emergencia de la China comunista como gran potencia económica, que ha pasado a disputar zonas de influencia al hegemón; y la restauración de una Rusia presidencialista con aspiraciones imperiales, que fundamenta su legitimidad en el imperio de los zares. A pesar de estos embates, los Estados Unidos continúan dominando el mundo: el dólar manda en las finanzas y el comercio internacional, sus grandes empresas basadas en las tecnologías de la sociedad de la información son las más ricas e influyentes del mundo, su cultura se impone sin límites y su poder militar es inconmensurable – el presidente Biden acaba de firmar un presupuesto de defensa de 770.000 millones de dólares para el ejercicio fiscal de 2022, lo que es, simplemente avasallador-. Y también está su diplomacia y sus alianzas, nada en el mundo se mueve sin que los Estados Unidos tengan conocimiento y cuando se oponen, la aplicación de su poder es insuperable. Esta es una lección que aprendieron durante su participación en la Segunda Guerra Mundial y continúa siendo uno de los postulados de su política de seguridad, que en el caso de las potencias hegemónicas es la seguridad mundial, o global si empleamos la terminología propia de esta nueva etapa de las relaciones internacionales. Y no parece que esto vaya a cambiar a corto o medio plazo. Es más, Friedman afirmó en Los próximos cien años (2010) que el siglo XXI será el siglo del poder americano. De este modo, surgirán oponentes, pero los Estados Unidos continuarán liderando al mundo “con las luces de la virtud”, como declaró el presidente Wilson en 1918, o con la fuerza de su poder militar, como enfatizaron tanto el presidente Kennedy como Reagan con dos décadas de diferencia entre uno y otro. Sin embargo, los Estados Unidos no pueden estar en todas partes al mismo tiempo, su poder, aunque abrumador, no es omnímodo, y sus alianzas solo funcionan si ellos lideran -sin ir más lejos, no hay nada más que ver la desbandada que se produjo en agosto de 2021 cuando Washington decidió terminar su misión en Afganistán: ninguno de sus aliados menores fue capaz de mantener un régimen corrupto y caótico, pero al que todos avalaban política y financieramente-. En Europa, el poder americano ha mantenido la paz durante setenta y seis años, de suerte que cuando ha habido algún estallido de violencia, como en la antigua Yugoslavia -insignificante en términos de política poder- solo ellos fueron capaces de imponer a las partes una solución, negociada o por la fuerza cuando fue necesario. La Alianza Atlántica (OTAN) ha sido un instrumento de poder fundamental porque realizó un rearme militar e ideológico frente a la potencia retadora del momento: la Unión Soviética, pero ésta desapareció sin violencia en 1991. Sin embargo, la OTAN decidió continuar existiendo reconvertida en una organización regional de seguridad amparada en el articulado de la Carta de las Naciones Unidas (ONU). Pero, cuando fue necesario también se saltaron los mismos principios de la ONU y, lo que es peor, actuaron al margen del Directorio mundial, es decir, las grandes potencias reunidas en el seno del Consejo de Seguridad, y lo hicieron contra Yugoslavia en 1995, en Kosovo en 1999 y en Irak en 2003 atacando países soberanos, creando Estados ficticios y cambiando gobiernos ilegítimos. De este modo, en la cúspide de su poder los Estados Unidos pusieron en duda y quebrantaron las reglas que fundamentan su propio poder, es más son las reglas que ellos mismos crearon en 1945. La teoría de las Relaciones Internacionales demuestra que cuando una gran potencia acumula un poder excesivo, el resto trata de cambiar la situación, buscando una redistribución del poder más favorable… a sus intereses nacionales. Lo vemos en el caso de China a nivel global y también lo vemos en el caso de Rusia en el sistema regional europeo. Después de varias décadas de postración, aceptación y recuperación parece que la Rusia de Putin decidió lanzar un reto en toda regla -también puede ser visto como un órdago o, incluso, como un ultimátum- a aquellos principios que sustentan el modelo universalista occidental, y lo ha hecho desde la política del poder. En Moscú consideraron que el apoyo de la OTAN a determinadas repúblicas exsoviéticas como Georgia o Ucrania suponía una injerencia descarada en su zona de influencia, representaba una amenaza a su propia seguridad y, en consecuencia, tomaron las decisiones necesarias para reforzar sus posiciones militares en ambas áreas. La primera fue la desactivación del intento georgiano de recuperar los territorios independientes de facto de Abjasia y Osetia del Sur en agosto de 2008. La rápida reacción militar rusa puso de manifiesto tanto su decisión de actuar en su área de influencia, con el uso de la fuerza si era necesario, como la falta de preparación de las Fuerzas Armadas rusas, después de casi dos décadas de abandono por parte de las autoridades centrales, motivada de forma evidente por la penuria económica de los años del capitalismo salvaje de Yeltsin. Las lecciones de la guerra de agosto de 2008 no cayeron en saco roto, iniciando una reforma militar a largo plazo que incluyó los recursos financieros necesarios con dos planes estatales de armamento sucesivos que abarcan de 2011 a 2027. El siguiente golpe se produjo en marzo de 2014 cuando en Moscú decidieron ocupar y anexionar la península de Crimea ante el vacío de poder temporal provocado por las revueltas en Ucrania contra el gobierno del presidente prorruso Yanukovich. Rusia actuó con extrema celeridad y alcanzó sus objetivos militares sin disparar un solo tiro. La intimidación y el uso de una fuerza militar abrumadora cumplieron su objetivo. La reforma militar había dado sus frutos. Estas acciones y el apoyo directo a las milicias rebeldes del Donbás produjeron un shock entre Rusia y Occidente, porque unos y otros actuaban con las mismas reglas, y sus relaciones no pararon de deteriorarse desde ese momento. Rusia no iba a cejar en la recuperación de su influencia en su zona de seguridad y Occidente no podía entender la aplicación del poder militar ruso en la propia Europa -cuando sí lo entiende y, de hecho, lo aplica, en las otras partes del mundo-. Tres presidentes americanos después no sirvieron para restaurar las relaciones ruso-occidentales, antes bien, se exacerbaron las posiciones de unos y otros, mientras las sanciones económicas, financieras y de defensa continuaban haciendo daño a la económica rusa, bloqueando parcialmente su crecimiento y exigiendo acuerdos con otros actores que no eran del primer interés de Rusia. Sin embargo, en algún momento de 2020, o quizás de 2021, los decisores políticos rusos se consideraron lo suficientemente fuertes como para tratar de cambiar la situación conforme a sus propias reglas con el objetivo de restablecer las relaciones con Occidente y recuperar el crecimiento económico que necesita el país para mantener su estabilidad después de la retirada de Putin del poder. La secuencia de los hechos es próxima y rápida. El 2 de diciembre de 2021 el ministro de Asuntos Exteriores ruso Lavrov mantuvo una reunión con el secretario de Estado Blinken en Estocolmo en la que hablaron de la tensión en la frontera ucraniana provocada por el tercer despliegue masivo de tropas rusas en lo que va de año. Durante esa reunión, Lavrov planteó la exigencia de acuerdos jurídicos vinculantes que limitasen la expansión de la OTAN cerca de las fronteras rusas como devolver la estabilidad al continente europeo. El 7 de diciembre los presidentes Putin y Biden hablaron por videoconferencia durante más de dos horas sobre el régimen de estabilidad estratégica y Ucrania. Aunque la reunión concluyó sin una declaración oficial estaba claro que Moscú había dado los primeros pasos hacia el objetivo de lograr un nuevo acuerdo de Yalta en Europa. Tres días después el Ministerio de Asuntos Exteriores ruso anunció que estaba preparando una propuesta integral sobre garantías de seguridad para la próxima reunión sobre estabilidad estratégica con los Estados Unidos. Dicho y hecho. El 15 de diciembre la vicesecretaria de Estado Donfried recibió el contenido de estas propuestas durante una rápida visita a Moscú, que se hizo llegar a Bruselas al día siguiente. Básicamente se trata de dos tratados internacionales, uno de naturaleza bilateral con los Estados Unidos (8 artículos), y otro multilateral con los países miembros de la OTAN (9 artículos) en los que se aplica el rasero ruso: limitación de la expansión de las infraestructuras, efectivos y ejercicios militares de la OTAN cerca de las fronteras rusas; bloqueo de la adhesión a la OTAN de países de la antigua Unión Soviética, como Georgia o Ucrania; prohibición de prestar asistencia militar bilateral a países de la antigua Unión Soviética, excluidos los países bálticos, que ya son miembros de la OTAN; suspensión de los vuelos de bombarderos estratégicos, con o sin armas nucleares, cerca de las fronteras de ambas partes; y prohibición de despliegue de misiles de corto y medio alcance y armas nucleares fuera del territorio ruso y americano -el texto de los acuerdos está disponible en el sitio web del Ministerio de Asuntos Exteriores ruso-. También se incluye una referencia a la necesidad de garantizar el papel del Consejo de Seguridad como supremo garante de la paz y la seguridad internacionales, es decir, que la OTAN deje de actuar como una organización de seguridad global sin mandato -en Moscú también piensan que lo hace sin norte-. El viceministro de Asuntos Exteriores ruso Ryabkov hizo hincapié en que los dos documentos forman un todo y no son divisibles, no admiten negociaciones separadas ni pueden ser aprobados o aplicados de forma parcial. Ante la sorpresa del órdago lanzado por la parte rusa, rápidamente se han sucedido las consultas en el lado occidental. La propuesta de un nuevo reparto de áreas de influencia es muy difícil de digerir para los “testigos silenciosos”, mientras que Washington sopesa la oportunidad que se le presenta de cerrar el “capítulo” europeo en pleno proceso de transición estratégica hacia el Indo-Pacífico. Sean aceptables o no las exigencias rusas, están ahí, ya se han reunido y han hablado de ellas y se han anunciado reuniones formales para los primeros días de enero de 2022. El día 3 nueva tanda de conversaciones sobre desarme en Viena, el 10 reunión de las delegaciones rusa y americana en Ginebra para tratar de forma monográfica las garantías de seguridad rusas, el 12 reunión del Consejo OTAN-Rusia en Bruselas y el 13 reuniones de los países europeos, Rusia y Estados Unidos en el ámbito de la OSCE en Viena para tratar el mismo tema. No parece que el despliegue ruso cerca de Ucrania sea capaz de amedrentar a los Estados Unidos o a la OTAN, sino más bien lo hace la decisión de Moscú de bloquear cualquier nueva acción occidental en su extranjero cercano. Porque, hay que tener en cuenta un detalle muy importante: unos y otros continúan con sus sociedades y economías bajo el impacto de la pandemia global, sin un horizonte de salida a largo plazo. ¿Quién se arriesga a una guerra de resultados impredecibles en estas condiciones?
Interesante artículo. Saludos.
ResponderEliminarExcelente artículo, a ver cómo acaba todo esto.
ResponderEliminarMuy buen artículo.
ResponderEliminarMuy bueno, como todo lo que escribes. M.M.
ResponderEliminarMuy buen artículo.
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