Este
es el título del artículo que he publicado en el número más reciente de Panoramas de Seguridad y Defensa, publicación electrónica del Centro de
Investigación y Estudios Estratégicos de la Academia Nacional de Estudios Políticos
y Estratégicos (ANEPE) de Chile, y que en esta ocasión está dedicado al
conflicto bélico que se está desarrollando en Ucrania desde principios de 2014.
El número monográfico lleva por título “Ucrania:
¿un nuevo problema sin solución para el mundo?”, precisamente porque la
implicación de las grandes potencias hizo que un conflicto civil interior se
convirtiera en un conflicto internacional cuando Rusia intervino de forma
decisiva para recuperar la península de Crimea, territorio que históricamente
siempre fue ruso desde la conquista a los turcos por la emperatriz Catalina en
1774, y que desde la desintegración de la Unión Soviética albergaba las
principales instalaciones de la Flota rusa del Mar Negro. Posteriormente, el
conflicto se extendió a las regiones separatistas del Donbass y se ha
prolongado en el tiempo por la persistencia de las grandes potencias en ganarse
para su bando a una u otra de las partes implicadas en el conflicto separatistas:
el Bloque Occidental apoyando al gobierno ucraniano postrevolucionario –recordemos
la “frustrada” revolución del Maidan- y Rusia con una posición favorable a las
autoproclamadas Repúblicas separatistas de Donestk y Lugansk. Las negociaciones
y posteriores Acuerdos de Minsk han servido para impedir la extensión de un
conflicto militar abierto, pero no han resuelto ni de lejos el problema, ya que
la situación en Ucrania supone una amenaza para la paz y la seguridad
internacionales. En realidad, ¿qué hizo el gobierno ruso el día que ocupó militarmente la península de Crimea y mediante un referéndum la anexionó al territorio de Rusia? Un acto de agresión de conformidad con la Resolución 3314 de la Asamblea General y, sobre todo, con el artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas. Y esto, hecho por un miembro permanente del Consejo de Seguridad; igual que ocurrió con la guerra de Serbia de 1999, para la que las potencias occidentales se ampararon en la deriva que hace la Carta hacia las Organizaciones Internacionales, en este caso usando la Alianza Atlántica, que asumen el papel que deberían tomar las propias Naciones Unidas para la defensa de la paz y la seguridad internacional. Esto no deja de ser legal pero sin duda es torticero. Las Naciones Unidas tienen una misión fundamental que nunca cumplen porque su Consejo de Seguridad, por el ejercicio del derecho de veto de sus miembros permanentes, paraliza sus actuaciones. La consecuencia fundamental es que, al no cumplir la función para la que fueron creadas, el régimen se transforma y permanece creándose un nuevo régimen implícito. Del régimen explícito de la Carta de 1945 se ha pasado a uno implícito que abarca cuestiones que ni se plantean en la Carta y abandona el fin principal pero sin que la estructura cambie sustancialmente porque es necesaria para que el fin principal continúe como el fin no alcanzado por deseado. Por supuesto, la responsabilidad de la situación en Ucrania –y de su eventual
resolución- corresponde a las grandes potencias, bien reunidas en el seno del
Consejo de Seguridad de Naciones Unidas -el régimen explítico- o mediante acuerdos bilaterales de
diriman de una vez las zonas de influencia en Europa Oriental -este el régimen implícito-. Por tanto, una consecuencia pasmosa es que se vuelve al sistema del equilibrio de poderes, como el que rigió en Europa de 1815 a 1914, una suerte de Santa Alianza pero sin ese nombre -sin nombre todavía realmente- y diferentes actores. Sistema garantizado por el principio estructural básico de la libertad, la igualdad y la soberanía de los Estados, a su vez pilar del nuevo régimen implícito. No podemos perder de vista que la intervención militar rusa en Crimea tiene como fundamento el antiguo principio de interés nacional -¡que había sido derogado precisamente por la Carta de las Naciones Unidas!- y que se impone por la fuerza de los hechos. Este es el contenido del artículo que proponemos en esta publicación y
en el que al final de mismo planteamos varias soluciones para resolver
el conflicto. Dejando de lado por imposible la normalización del régimen -no deseado por Rusia ni por la Alianza Alántica- ni la segunda opción, una situación de permanente conflicto, la tercera opción es viable desde una racionalización de la estructura existente: pérdida por parte de Ucrania de las provincias orientales y adquisición del estatuto de miembro de la Alianza Atlántica y de la Unión Europea. Todos se benefician, Alemania incluida claro, y aunque Rusia tenga un vecino incómodo que pertenece a su contrincante global, al tratarse de un régimen, todas las partes deben cuidar de no saltarse las "líneas rojas" -de enfrentamiento nuclear- y obtener ventajas o pérdidas en otros lugares. ¿Y dónde queda la Organización de las Naciones Unidas? Pues está para procurar que nadie llegue jamás a las "líneas rojas" y a asentar el régimen implícito que sustituye ventajosamente al explícito con le plena conciencia y pleno convencimiento de que la estructura es elástica y fluida.
La referencia bibliográfica completa es: PÉREZ GIL, L.:
“El conflicto de Ucrania y el papel de Rusia en perspectiva estratégica”,
Panoramas de Seguridad y Defensa, agosto de 2017, disponible aquí.
Texto completo del artículo publicado en el sitio web oficial de ANEPE:
Luis V. Pérez Gil
Los acontecimientos políticos en Ucrania eran de extrema gravedad a finales de 2013. El rechazo del presidente Viktor Yanukovich a la entrada en vigor del acuerdo de asociación con la Unión Europea se consideró como una injerencia de Rusia en los asuntos políticos internos. Los partidos de la oposición salieron a las calles en una nueva edición de la “democracia de las plazas” y en un clima de extrema violencia forzaron la huida y posterior destitución del presidente Yanukovich el 22 de febrero de 2014. Inmediatamente se constituyó un gobierno provisional declaradamente contrario a una política cercana a Rusia y proclive a las organizaciones occidentales. La situación se deterioró gravemente en los territorios de mayoría rusa del este del país y Rusia consideró estos movimientos como una amenaza directa a su posición en el flanco sur y, en concreto, para el mantenimiento de la Flota rusa del Mar Negro en sus bases de la península de Crimea. El presidente Putin, presionado por los sectores conservadores de la política rusa, tomó la decisión de intervenir directamente en la península de Crimea el 1 de marzo de 2014. La solicitud de autorización al Consejo de la Federación para el envío de tropas se fundamentaba en “la extraordinaria situación que se vive en Ucrania y a la amenaza que pesa sobre la vida de los ciudadanos rusos, de nuestros compatriotas y de las Fuerzas Armadas rusas desplegadas allí”. La decisión fue aprobada por el Consejo de la Federación por unanimidad y respaldada por todos los partidos de la Duma (cámara baja del parlamento federal). Al día siguiente, los mandos militares rusos impusieron el control en la península e instaron a sus homólogos ucranianos a someter a sus unidades a las nuevas autoridades regionales.
El 11 de marzo de 2014 el parlamento de Crimea y el ayuntamiento de Sebastopol proclamaron conjuntamente la independencia de la República de Crimea que, “como Estado soberano e independiente, se dirigirá tras el referéndum a la Federación Rusa con una propuesta de adhesión a Rusia como sujeto de la Federación”. Pocos días después, en el referéndum de 16 de marzo se votó abrumadoramente a favor de la independencia, expresando la voluntad inmediata de formar parte de Rusia. Tal es así que solo dos días después se firmaron en Moscú los Acuerdos de Adhesión. El 21 de marzo de 2014 la Ley Federal de los Nuevos Territorios Federales estableció que las nuevas entidades se consideran parte de la Federación Rusa y, por tanto, les era de aplicación la legislación rusa desde la firma de los Acuerdos de 18 de marzo de 2014 –en la nueva constitución de la República de Crimea de 11 de abril de 2014 se estableció expresamente que Crimea “es parte inseparable” del territorio de Rusia-. Se trató de una auténtica política de hechos consumados. Tras la reincorporación de la península de Crimea a Rusia, el gobierno ruso puso en marcha un plan para garantizar la seguridad militar de las nuevas entidades federales. En consecuencia, las fuerzas policiales y militares ucranianas que no se sometieron a las nuevas autoridades fueron consideradas fuerzas extranjeras y el gobierno ruso instó a su retirada inmediata –las unidades navales presentes en la región pasaron directamente a formar parte de la Flota del Mar Negro-.
El 2 de abril el Presidente Putin firmó el decreto por el que Crimea quedaba incorporada al Distrito Militar Sur, que integra también las regiones del Cáucaso, la Flota del Mar Negro y la Flotilla del Mar Caspio, y el día 4 de abril el plan de seguridad militar elaborado por el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas rusas fue analizado por el Consejo de Defensa Nacional reunido en Moscú, incluido el eventual despliegue de armas nucleares; en este punto, el general Leonid Ivashov, exjefe de la Dirección de Cooperación Militar Internacional del Ministerio de Defensa, afirmó que “de iure nada nos impide desplegar armamento nuclear táctico en Crimea. Sería una medida extrema, pero Crimea es territorio ruso y podemos hacerlo siempre y cuando no contradiga los acuerdos internacionales. Que yo sepa no existen limitaciones para instalar armas nucleares tácticas en el territorio de Rusia.”
Los responsables de la política exterior de la Administración Obama, los dirigentes europeos, los líderes atlantistas y de la Unión Europea, proclamaron de inmediato la violación perpetrada por Rusia de los principios básicos que regulan las relaciones entre los Estados civilizados, el respeto a la democracia y a los derechos humanos, estableciendo que la constitución de un gobierno prorruso en Crimea era ilegal, que el apoyo que prestaba a las nuevas autoridades de Crimea era un ilícito internacional, que la ocupación militar de la región incumplía el acuerdo multilateral de garantías de diciembre de 1994, que la votación del parlamento crimeo aprobando la incorporación a Rusia violaba la Constitución ucraniana y que la convocatoria de un referéndum de autodeterminación por parte del gobierno de Crimea era ilegal y contravenía los principios básicos de la soberanía e integridad territorial, que son principios constitucionales del Derecho Internacional. El secretario de Estado John Kerry acusó a las autoridades rusas de perpetrar “un increíble acto de agresión” afirmando que “en el siglo XXI en el que estamos, uno no se puede comportar como una nación decimonónica e invadir a otro país con un pretexto inventado”. Pero todas estas aseveraciones se contradecían con las políticas occidentales durante la intervención militar de la Alianza Atlántica en Yugoslavia en marzo de 1999, la ocupación de Irak en 2003 o la independencia de Kosovo de Serbia en febrero de 2008, todas ellas llevadas a cabo al margen del Derecho Internacional.
Sin embargo, las aspiraciones rusas iban más allá de la reintegración de Crimea a la Federación Rusa. El Poder Político ruso aspiraba a la desmembración definitiva de Ucrania, arrebatándole además la parte oriental rusófona del país, el Donbás, donde tenía preeminencia antes de su huida del país el Partido de las Regiones del presidente Yanukovich. Pero, en ese momento Rusia tenía unos objetivos limitados: obtener el control efectivo de la península de Crimea, territorio ruso desde el siglo XVIII, consolidar un gobierno prorruso apoyado en la presencia militar rusa y garantizar la permanencia de importantísimas bases navales y aéreas de la Flota del Mar Negro, instalaciones cuyo alquiler vencía en 2017 y que había sido ampliado hasta 2047 por un acuerdo internacional firmado con el posteriormente depuesto presidente Yanukovich.
¿Qué argumentos tenía el gobierno ruso para actuar como lo hizo? En primer lugar, ante la desastrosa situación política en Kiev no le quedaba otra que tomar el control efectivo de un enclave territorial fundamental para la seguridad del país y para su zona de influencia y que, no olvidemos, contaba además con un sesenta por ciento de población rusa. Segundo, la actuación de Rusia fue una reacción ante la expansión desmedida de las organizaciones euroatlánticas hasta regiones que se encuentran dentro de lo que Moscú considera su zona de influencia, como el Cáucaso, Asia Central o Bielorrusia y Ucrania. Desde la perspectiva rusa esto no ha sido respetado por los Estados Unidos ni por la Unión Europea, que se habían embarcado en una política de expansión hacia Europa Central y Oriental con muy poco respecto a los intereses de seguridad de Rusia. La incorporación de muchos Estados de esta región, primero a la Unión Europea, y después a la Alianza Atlántica, desconociendo los acuerdos entre Washington y Moscú de comienzos de los noventa del siglo pasado, explican el creciente sentimiento de inseguridad de las élites dirigentes rusas y su reacción ante la situación de desgobierno en Ucrania a principios de 2014. Resulta sorprendente cómo los dirigentes europeos no se daban cuenta de que con la intervención en Ucrania estaban colisionando directamente con los intereses de seguridad de Rusia. Por su parte, los Estados Unidos fueron sorprendidos en un nuevo fallo clamoroso de sus servicios de inteligencia, de modo que ante los hechos consumados la Administración Obama dejó actuar a Rusia para no alterar el equilibrio estratégico que mutuamente les beneficiaba.
Esto es así porque en la intervención militar en Crimea lo que importaban eran los intereses estratégicos de Rusia. Por esa misma razón los dirigentes europeos no hicieron nada, más allá de las habituales declaraciones políticas, y los responsables de la política exterior americana valoraron qué se jugaban en la situación, sencillamente porque en ese momento no era una zona de interés prioritario, como sí lo es Rusia, y que se necesitaba la colaboración de Moscú para los grandes contenciosos a los que se enfrentaban para mantener su hegemonía global: China, Corea del Norte, Irán, Siria, Afganistán. La posición alemana es el ejemplo de cómo actúa Europa cuando están en juego los intereses estratégicos de las grandes potencias: como la Unión Europa carece de política exterior común cada uno sigue la senda de sus intereses particulares y, realmente, les trae sin cuidado Ucrania, no así Rusia.
Sin embargo, el discurso político y académico occidental afirmó abiertamente la responsabilidad de Rusia en el deterioro del conflicto ucraniano y que el Bloque Occidental –lo que desde Kennan se conoce como “el mundo occidental”- debía actuar por medio de su organización militar: la Alianza Atlántica. Como enfatizaba el ministro de Asuntos Exteriores español José Manuel García-Margallo con ocasión del Consejo Extraordinario de la Unión Europea celebrado en Bruselas el 3 de marzo de 2014, “estamos ante la situación más grave desde la caída del Muro de Berlín”. Esta idea caló fuertemente en determinados dirigentes políticos europeos, los denominados “atlantistas”, que aspiran a recuperar la sensación de seguridad que la Alianza Atlántica otorgaba a los débiles Estados europeos de la posguerra mundial tutelados por los Estados Unidos. El secretario general de la Organización Anders Rasmussen decía el 27 de agosto de 2014, unos días antes del Consejo Atlántico de Newport (4-5 de septiembre de 2014): “creo que Rusia sabe que atacar a un Estado miembro sería cruzar la línea roja. Ese es el mayor valor de la Alianza (…) Con esto no quiero decir que haya una amenaza inminente, sino que nuestro deber es actualizarnos continuamente y adaptarnos al nuevo entorno para continuar siendo creíbles y efectivos. Cuanto más fuerte sea nuestra determinación, menor será el riesgo de amenaza militar sobre cualquier aliado”.
Para responder al clamor de los aliados de la Europa Oriental frente a la acometividad rusa se aprobó un Plan de Acción para la Preparación que contemplaba el despliegue de unidades militares de intervención rápida en los países limítrofes –los famosos batallones multinacionales liderados por cada una de las potencias de la Alianza-, el preposicionamiento de material, el despliegue de sistemas de mando y control en bases militares de estos países y el reforzamiento de la Policía Aérea del Báltico –aunque esto ya lo habían decidido hacía más de una década-. Incluso se creó un fondo de quince millones de dólares para apoyar la reforma de las Fuerzas Armadas ucranianas, que no se trataba de otra cosa que del suministro de equipo militar a una de las partes en la guerra civil como así lo reconoció expresamente el presidente Petro Poroshenko el 8 de septiembre de 2014. Sin embargo, se acusaba a Rusia de “haber propagado el conflicto de Ucrania” y se enfatizaba que era el gobierno ruso, “con sus actos”, quien había pasado a tratar a la Alianza no como un socio, sino como un adversario y se mandaba un mensaje a los dirigentes de Kiev: la única manera de salvarse era integrarse de cualquier manera en la Alianza.
Por tanto, se impusieron las tesis que sostienen que estamos ante una “Rusia revisionista” que violenta el proyecto de una “Europa unida, libre y en paz”. Pero, precisamente, esa Europa plena se pudo alcanzar gracias al gran acuerdo con la Unión Soviética de Gorbachov que permitió la reunificación de Alemania y la liberación de los países de Europa Central y Oriental. En ese acuerdo fundacional para una Europa Unida se encontraba el compromiso occidental de no extender las organizaciones militares europeas hasta las fronteras de Rusia, lo que se institucionalizó en el Acta Fundacional de las Relaciones OTAN-Rusia de mayo de 1997 con una declaración adicional en la que se establecía que este acuerdo estratégico “no puede en modo alguno menoscabar la eficacia política y militar de la Alianza, incluida su capacidad para cumplir su compromiso de seguridad con los miembros actuales y futuros”.
La eventual asistencia militar rusa a las regiones rebeldes de Donetsk y Lugansk autoproclamadas repúblicas populares en abril de 2014, el despliegue de IRBM Iskander-M en la región de Kaliningrado y, posteriormente, la inesperada intervención militar directa en Siria a partir de septiembre de 2015, han sido una reacción a la ruptura occidental de ese acuerdo fundacional: extender la Alianza Atlántica hasta las mismas fronteras de Rusia, proceder sin ningún pudor político a la desmembración de Serbia creando el Estado ficticio de Kosovo sin que esto respondiera a intereses nacionales de ninguno de los Estados europeos, en tratar de desestabilizar el equilibrio estratégico entre las grandes potencias nucleares con el despliegue de defensas antimisiles en Rumania y Polonia, en la injerencia en la región del Cáucaso espoleando al gobierno georgiano para que actuara militarmente en las regiones separadas de Abjasia y Osetia del Sur, que no son otra cosa que protectorados militares de Rusia, y, finalmente, alcanzando un acuerdo de asociación de la Unión Europea con Ucrania sin la anuencia previa de Rusia. Esta cuestión es fundamental porque no se puede olvidar que la Unión Europea de 2013, cuando se inició la crisis ucraniana que desembocó en una guerra civil no es la de 2009, pues desde diciembre de ese año comenzó a funcionar en el sistema comunitario la cláusula de defensa colectiva del artículo 42.7 del Tratado de la Unión.
En consecuencia, las élites dirigentes rusas comenzaron a percibir como una amenaza directa a la seguridad nacional la incorporación a la Unión Europea de países que hasta hace poco formaban parte del imperio soviético. Resulta evidente entonces que el Bloque Occidental estaba violando el acuerdo uti possidetis europeo adoptado en el momento de la reunificación alemana y, en el caso de Ucrania, se había espoleado incluso a los dirigentes golpistas de Kiev para que hicieran una “guerra hasta el final” contra los rebeldes prorrusos de las repúblicas separatistas del este del país, a su vez apoyados por Moscú, que ha incluido actos terroristas y asesinatos selectivos.
El corolario es que la injerencia directa o indirecta de Rusia justificaba la intervención de la Alianza Atlántica como supuesto garante de la paz y la seguridad en el continente. Sin embargo, el realismo político establece que la política exterior se rige por los intereses nacionales, y Europa no estaba dispuesta a un enfrentamiento directo con Rusia por Ucrania. Por eso, el secretario de Defensa Chuck Hagel descartó el 4 de septiembre de 2014 la posibilidad de llevar a cabo “acciones militares, una guerra contra Rusia” por Ucrania. Esto no fue obstáculo para que los burócratas de Bruselas y los débiles dirigentes europeos que gobiernan el sistema comunitario aprobaran un complejo mecanismo de sanciones económicas y financieras contra Rusia a partir de julio de 2014 que continúa actualmente vigente.
Es evidente que el sistema de seguridad europeo pasa por un momento complicado, porque ante la ampliación de las organizaciones europeas a sus mismas fronteras occidentales Rusia trata de recuperar el cinturón de seguridad que estableció después de la Segunda Guerra Mundial. Porque una cosa es que los países de Europa Central y Oriental recuperen su soberanía plena y otra muy distinta que las organizaciones de seguridad europeas se extiendan hasta las mismas fronteras de Rusia. Como establece la vigente Doctrina Militar rusa esto representa una amenaza manifiesta contra la seguridad nacional. Pero, desde Washington las relaciones con Rusia se ven con otra perspectiva, a escala global, y a más largo plazo, por eso la solución al conflicto ucraniano pasa por un acuerdo con Moscú. Así, se plantean tres opciones para resolver el conflicto:
Primera, la normalización de las relaciones con Rusia, con el reconocimiento definitivo de la reintegración de Crimea a la Federación Rusa, el levantamiento de las sanciones económicas y financieras, la existencia de una Ucrania independiente con un alto grado de autonomía regional que garantice el autogobierno de la minoría rusa del este del país.
Segunda, la integración plena de Ucrania en las organizaciones occidentales, lo que implica el deterioro permanente de las relaciones con Rusia y un esfuerzo económico de grandes proporciones debido a la desastrosa situación financiera en la que se encuentra sumida Ucrania.
Tercera, la partición de Ucrania, las provincias orientales de mayoría rusa se incorporarían a Rusia como nuevos sujetos de la Federación y la parte occidental del país quedaría formalmente independiente pero dentro de la Unión Europea y de la Alianza Atlántica.
El problema radica en que los dirigentes de la nueva Administración Trump se crean moral e intelectualmente superiores a los toscos dirigentes rusos y de nuevo calculen mal dejándose arrastrar por la irracionalidad del torpe. Sin embargo, parece más probable que nadie irá a la guerra por Ucrania; eso lo saben todos, la Unión Europea, los Estados Unidos, Rusia y hasta la misma Ucrania.