Es evidente que la crisis económica y financiera global
planteó una nueva e inesperada posibilidad a Europa o, más concretamente, a la
unión política europea. Desde 2010 asistimos a una evolución acelerada de la UE
o, para ser más precisos, del ámbito de cooperación estructurada
institucionalizada que es la Unión Económica y Monetaria (UEM). En la realidad
de los hechos, la Eurozona se ha constituido en una nueva entidad política
supranacional que elabora reglas para los Estados que la componen, empezando
por la estabilidad presupuestaria, el control de la emisión de deuda pública y
el gobierno común, pero que no se quedan ahí. Esto supone una transformación
compleja en una Organización Internacional integrada dentro de la UE con
características fuertemente supranacionales y que coexiste con su “gemela”, la
UE, supranacional orgánica -Consejo, Comisión, Tribunal de Justicia- e
intergubernamental en todo lo no transferido. En el contexto actual, las
decisiones económicas y financieras que se están adoptando implican cambios
políticos de gran alcance que se efectúan sin ningún tipo de mandato político
siguiendo la doctrina de los poderes implícitos, poniendo de manifiesto que el
Directorio europeo se impone. Pero, el nacimiento de este nuevo régimen europeo
es consecuencia del nuevo equilibrio de poder (balance of power) continental:
Alemania se ha convertido en la potencia hegemónica que dicta las reglas del
sistema con la anuencia de los Estados Unidos y Rusia. Esto significa en
términos realistas es la aplicación implacable del poder nacional. El reto es
insuperable porque se trata de ordenar el sistema europeo entre una Rusia
poderosa que está en proceso de recuperar sus zonas de influencia perdidas al
final de la Guerra Fría y una Alemania que se ha convertido en el líder
indiscutible de la UE.
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